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Parte I, Capítulo II - Marmeladoff y Raskolnikoff.
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MARMELADOFF: Es verdad; yo soy un cerdo; pero ella es una señora. ¡Llevo impreso el sello de la bestia! Pero Catalina Ivanovna, mi esposa, es una persona bien educada, hija de un oficial superior. Concedo que soy un bufón empedernido; pero mi mujer tiene un gran corazón, sentimientos elevados, instrucción... y, sin embargo... ¡Oh! ¡Si tuviese piedad de mí! ¡Señores, señores, todos los hombres tienen necesidad de encontrar piedad en alguna parte! Pero Catalina Ivanovna, a pesar de su grandeza de alma, es injusta... Pues bien, con tal de que yo llegue a comprender que cuando me tira de los cabellos, lo hace, en rigor, por interés hacia mí... (No me avergüenzo de confesarlo: me tira de los cabellos, joven)—insistió, creciendo en dignidad al oír nuevas carcajadas—. Sin embargo, Dios mío, aunque no fuese más que una vez... pero no, no; dejemos esto; es inútil hablar de ello... Ni una sola vez he obtenido lo que deseaba; ni una sola vez se ha tenido compasión de mí... pero tal es mi carácter; soy un verdadero bruto... [...] Tal es mi carácter; ¿querrá usted creer, querrá usted creer, señor, que me he bebido hasta sus medias? No digo sus zapatos, porque esto se comprendería, hasta cierto punto; pero son sus medias, sus medias, las que yo me he bebido. ¡Sus medias! me he bebido también su pañoleta de pelo de cabra, un regalo que le habían hecho; un objeto que poseía antes de casarse conmigo y que era de su propiedad y no de la mía. Habitamos en un cuarto muy frío; este invierno mi mujer ha pescado un catarro y tose y escupe sangre. Tenemos tres hijos pequeños, y Catalina Ivanovna trabaja de la noche a la mañana. Hace colada y limpia la casa, porque desde muy joven está acostumbrada a la limpieza. Por desgracia, tiene el pecho delicado, cierta predisposición a la tisis que me preocupa. ¿No lo siento, por ventura? Cuando más bebo, más lo siento. Es para sentir y sufrir más por lo que me entrego a la bebida; ¡bebo porque quiero sufrir doblemente! [...] Joven, me parece leer en su sem blante cierto disgusto. Desde que entró usted me ha parecido advertirlo, y por eso le he dirigido inmediatamente la palabra. Si le cuento la historia de mi vida no es para ofrecerme a la burla de esos ociosos, que, por otra parte, están enterados de todo, no; es porque busco la simpatía de un hombre bien educado. Sepa usted, pues, que mi mujer ha sido educada en una pensión aristocrática de provincia, y que a su salida del establecimiento bailó en chal delante del gobernador y de los otros personajes oficiales; tan contenta estaba por haber obtenido una medalla de oro y un diploma. La medalla... la hemos vendido hace ya mucho tiempo, ¡hum!... En cuanto al diploma, lo conserva mi esposa en un cofre y últimamente aun lo mostraba al ama de nuestra casa. Aunque esté a matar con ella, a mi mujer le gusta ostentar ante los ojos de cualquiera sus éxitos pasados. No se lo echo en cara, porque su única alegría ahora es acordarse de los hermosos días de otro tiempo. ¡Todo lo demás se ha desvanecido! Sí, sí; tiene un alma ardiente, orgullosa, intratable. Ella friega el suelo, come pan negro; pero no permite que se le escatimen ciertas consideraciones. Así es, que no ha tolerado la grosería de Lebeziatnikoff, y cuando, para vengarse de haber sido despedido, este último le puso la mano encima, mi mujer tuvo que guardar cama, sintiendo más el insulto hecho a su dignidad que el dolor de los golpes recibidos. [...] Ahora ocupamos una habitación en casa de Amalia Ludvigovna Lippevechzel; pero ignoro con qué le pagamos y de qué vivimos. Hay allí muchos inquilinos además de nosotros; es una ratonera aquella casa... ¡hum!... Sí... Durante este tiempo, creció la hija que yo tenía de mi primera mujer. No quiero hablar de lo que su madrastra la ha hecho sufrir. Aunque de sentimientos nobilísimos, Catalina Ivanovna es una mujer irascible e incapaz de contenerse en los arrebatos de su cólera... Sí, ¡vamos, es inútil hablar de esto! Como puede usted comprender, Sonia no ha recibido una gran instrucción. [...] Ahora, señor, apelo a su sinceridad. ¿Cree usted en conciencia que una joven pobre, pero honrada, pueda vivir de su trabajo? Como no tenga una habilidad especial, ganará 15 kopeks al día, y para llegar a esa cifra tendrá necesidad de no perder un solo minuto. [...] En tanto los niños se mueren de hambre, Catalina Ivanovna se pasea por la habitación retorciéndose las manos, mientras en sus mejillas aparecen las manchas rojizas, propias de su enfermedad. «Holgazana—decía a mi hija—, ¿no te da vergüenza de vivir sin hacer nada? Bebes, comes, tienes lumbre.» Y yo pregunto ahora: ¿Qué es lo que la pobre muchacha podría beber y comer cuando en tres días los niños no habían visto siquiera un mendrugo de pan? Yo estaba en aquel momento acostado... Vamos, hay que decirlo todo, borracho; pero oí que mi Sonia respondía tímidamente con su voz dulce (la pobrecita es rubia, con una carita siempre pálida y resignada): «Pero, Catalina Ivanovna, ¿por qué me dice usted esas cosas?» Tengo que añadir que ya por tres veces Daría Frantzovna, una mala mujer muy conocida de la policía, le había hecho insinuaciones en nombre del propietario de la casa. «Vaya—dijo irónicamente Catalina Ivanovna—, vaya un tesoro para guardarlo con tanto cuidado.» Pero no la acuse usted. No tenía conciencia de lo que decía; estaba agitada, enferma, veía llorar a sus hijos hambrientos, y lo que decía era más bien para molestar a Sonia que para excitarla a que se entregara al vicio... Catalina Ivanovna es así; cuando oye llorar a sus hijos les pega, aunque sabe que lloran de hambre. Eran entonces las cinco y oí que Sonia se levantaba, se ponía el chal y salía del cuarto. A las ocho volvió. Al llegar, se fué derecha a Catalina Ivanovna, y, silenciosamente, sin proferir palabra, depositó treinta rublos de plata delante de mi mujer. Hecho eso, tomó nuestro gran pañuelo verde (un pañuelo que sirve para toda la familia), se envolvió la cabeza y se echó en la cama con la cara vuelta hacia la pared; un continuo temblor agitaba sus hombros y su cuerpo... yo continuaba en el mismo estado... En aquel momento, joven, vi a Catalina Ivanovna que, también silenciosamente, se arrodillaba junto al lecho de Sonia. Pasó toda la noche de rodillas, besando los pies de mi hija y rehusando levantarse. Después, las dos se durmieron juntas en los brazos una de la otra... ¡las dos!... ¡las dos!... sí; y yo continuaba lo mismo, sumido en la embriaguez.