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Acto V
Dánao con el coro.
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DÁNAO: Bendigamos a los Argivos hijas mías, y ofrezcámosles sacrificios y libaciones como a los dioses del Olimpo, porque todos ellos sin excepción, acaban de salvarnos. Con grande acedía y enojo oyeron de mi boca lo sucedido con nuestros obstinados deudos; y luego ordenaron que viniesen escoltándome estos guardias armados por hacerme honor y para estorbar que golpe aleve é inesperado rae diese muerte: con que caería sobre este suelo mancha sempiterna. Después de tales beneficios les debéis aún más acendrado agradecimiento y reverencia que a mí. Grabad ahora en vuestra mente esta máxima junto a los demás avisos que os dio la prudencia de vuestro padre: el tiempo es el que prueba lo que son y valen los desconocidos. Al extranjero que se avecinda entre nosotros, todos nos adelantamos a murmurarle, y la lengua anda lista para denostarlo y ejercitarse a su costa. Encarézcoos, pues, que cuidéis de no afrentarme, porque estáis en ese verdor de la mocedad que tanto atrae las miradas de los hombres. Fruta en sazón nunca fue buena de guardar: todos son a arrebatarla, los hombres y las fieras; las alimañas que surcan los aires, y las que se arrastran por el suelo. ¿Y cómo no? Cipris convida a voz de pregón a coger el fruto sazonado, y marchita su lozanía y no deja vivir la flor. Cualquiera que pasa junto a una doncella se siente vencido del deseo, y lanza sobre los encantos de su hermosura dardo de amorosa mirada. ¡Mirad! no veamos menoscabada nuestra honra, que tantos trabajos nos ha costado salvar, y por la cual tan dilatados mares hemos tenido que correr; que esto sería trabajar en nuestra afrenta y en contento de nuestros enemigos. En cuanto a habitación donde nos alojemos, dos hay, la de Pelasgo, y la que nos ofrece la ciudad, y ambas sin merced ninguna; negocio es, pues, de bien poca monta. Sólo os digo que guardéis las advertencias de vuestro padre, y tengáis la honestidad en más que la vida.